Por: Héctor Huerto Vizcarra
Un poco de Historia Colonial.-
La historia del libro no puede entenderse como el trayecto histórico de las formas que fue adoptando (del papiro al pergamino, y así sucesivamente hasta llegar al papel, tal cual lo conocemos), sino como el trayecto de los procesos sociales que fue generando y en los que se fue insertando. He ahí donde encontraremos el verdadero significado del libro.
No debemos olvidar que el libro se compone de palabras –símbolos– las cuáles necesitan ser interpretadas, para lo que en la actualidad existen ciertas normas, dependiendo de la lengua y el lugar. El desciframiento de tales significantes, es el acto mismo de la lectura; aunque no es el único, puesto que también se le añade, la labor de la comprensión. Somos nosotros, los seres humanos, los que hemos creado toda aquella simbología, y detrás de cada uno de nosotros se encuentra todo un bagaje histórico y cultural que proporciona características propias a los procesos de desciframiento y comprensión; los cuales se han ido desenvolviendo por etapas, en la medida en que el hombre ha logrado perfeccionar el hábito de la lectura. No era de extrañar que en la antigüedad, San Agustín, se sorprendiera al observar a su maestro Ambrosio, leer sin pronunciar palabra alguna, manteniendo el silencio. Esto se debía a que la costumbre era otra; usualmente se leía en voz alta.[1]
La lectura y el libro encontraron en la invención de la imprenta una herramienta que les permitió alcanzar una mayor difusión, reservada en la edad media a los monasterios o centros de educación religiosa. Fue casi a mediados del siglo XV cuando Johannes Gutenberg concibió por primera vez la imprenta en su conjunto, y con ello motivó profundas transformaciones a nivel cultural y político en la Europa de entonces. La lectura y las letras que antes de la imprenta eran dominio de un pequeño y elitizado grupo de religiosos, se extendió por las capas medias de las distintas sociedades europeas, permitiendo así la formación de una burocracia estatal.
No es extraño entonces, que la invención de la imprenta sea considerada como una de las tres causas principales de la reforma educacional que tuvo lugar en la Europa del siglo XVI, de la cual España no estuvo exenta, que se caracterizó por el incremento del número de hombres “educados”. La difusión de los libros impresos, y la importancia que fue adquiriendo la naciente burocracia, implicó que con el tiempo la aristocracia se diera cuenta del valor de la educación como nuevo medio social para mantenerse cerca del poder económico y político, que había sido centralizado por el Rey. El poderío de los feudos, en desmedro del poder central y soberano del monarca, se fue disolviendo, y dentro de este proceso político, la burocracia jugó un importante rol, permitiendo así el surgimiento de las monarquías absolutistas. Por ello, se explica el interés que se tiene en la formación de los llamados hombres de letras, por parte de la monarquía. En España, por ejemplo, este esfuerzo no se limitó a la enseñanza de las primeras letras, sino a la formación de futuros funcionarios para la Corona, los cuales eran educados en las Universidades. En el lapso de 1474-1620 funcionaron 33 universidades en España.[2]
Con el tiempo, el saber leer y escribir simbolizaba estatus y poder, y muchos que se preciaban de hijodalgos, a pesar de ser analfabetos, se preocupaban en aprender a firmar su nombre. La posibilidad de seguir una carrera de letras o de teología en una universidad, permitía a mucho de los españoles continuar una carrera exitosa, o al menos provechosa, dentro del aparato Estatal. Se explica por eso el prematuro interés de los primeros conquistadores del Perú en fundar una Universidad. Según el cronista Calancha, Pizarro llegó a separar un solar destinado para una futura universidad en la fundación de Jauja, que iba a ser designada como la Capital del Virreinato del Perú.[3]
El primer intento serio para fundar una Universidad en Lima se da durante el segundo Capítulo de la Orden de los dominicos, el primero de julio 1548; ese día se decide aprobar por primera vez la fundación de una universidad. Pero el éxito se verá coronado un año después, cuando el cabildo de Lima decide nombrar dos procuradores para enviar a España con una serie de peticiones, entre las cuales se encontraba la propuesta para fundar una universidad. Estos dos procuradores fueron fray Tomás de San Martín, perteneciente a la orden de los dominicos, y el capitán Jerónimo de Aliaga. De esta manera, la universidad de la Ciudad de los Reyes, que posteriormente se denominaría mediante un sorteo como San Marcos (1574), fue fundada por Real Cédula fechada en Valladolid el 12 de mayo de 1551.[4] Solo pasaron 18 años desde el desembarco de los primeros conquistadores en Tumbes, y el Perú ya contaba con una Universidad.
Pero la práctica de la lectura no solo se restringía al ámbito de las universidades o Colegios Mayores, ni tampoco en el Perú la educación se limitaba a aquellas personas con ambición de poder o estatus económico alto. La lectura también era una actividad placentera y como tal, durante la colonia, se disfrutaba de leer novelas de caballería, novelas picarescas, romances, tratados de historia y hagiografías, siendo los dos últimos rubros colindantes con la ficción y la literatura, puesto que tanto los tratados de historia como las descripciones de la vida de los santos, eran presentadas como narraciones a semejanza de una novela.[5] Un caso muy interesante puede observarse en el inventario de bienes que hizo en 1574 Elena de Rojas, mestiza nacida en Nicaragua y mujer de uno de los más importantes conquistadores del Perú, Francisco de Cárdenas: entre sus pertenencias personales, aparte del ajuar, se encontraron varios libros –uno de ellos en latín- entre los que destacaba La Odisea de Homero.[6] Todo hace pensar que estos libros eran objetos de uso personal de Elena de Rojas, quien al parecer no solo sabía leer, sino que también disfrutaba mucho de la lectura. Este no es el único caso de una mujer durante la colonia con amplio disfrute y ejercicio de las letras, basta recordar el caso de la poetisa huanuqueña María de Rojas y Garay, conocida como Amarilis.[7]
A pesar de estos dos bellos ejemplos, es imposible asegurar que la práctica de la lectura haya estado difundida plenamente en el estado colonial peruano, y que no haya tenido severas restricciones. El libro era un objeto de lucro y de lujo: esto se evidencia en la importancia que tenía la venta de libros dentro del rubro comercial entre España y América; y en los costos de los libros, los cuales eran altos por los gastos que se tenían que hacer para transportarlos desde el “viejo mundo”. Los mercaderes que los comercializaban, de manera exclusiva y en grandes cantidades, debían de tener cierta experiencia y preparación intelectual; lo que no elimina la existencia de los tratantes, o pequeños comerciantes, que ofertaban libros de rezo y literatura de cordel.[8] En dos inventarios de dos españoles dedicados a la venta de libros, que datan del primer tercio del siglo XVII, se puede constatar la importancia de este rubro de negocios: Pedro Durango de Espinosa contaba con 1 197 libros, entre los que se encontraban la Crónica del Rey don Pedro, La Campaña de Roma, Historia de los Reyes Godos (entre los tratados de historia), Florisel de Niquea, Palmerín de Oliva, Amadís de Gaula (entre los muchos libros de caballería); así también, Cristóbal Hernández Galeas tenía 1 763 libros, de los cuales destacaban Soliloquios e Isidro de Lope de Vega, Viaje al Parnaso de Cervantes, y Enchiridion de Erasmo de Rotterdam. En ambos casos, el número de libros inventariados es alto.[9]
Además es importante resaltar que, durante la colonia el libro estuvo sometido a constantes restricciones por parte de la Iglesia, quien por intermedio de la Inquisición evaluaba el contenido de las diversas obras que se publicaban, así como su distribución. De pasar un título al índice de libros prohibidos se prohibía su distribución y lectura, y se mandaba a quemar todos sus ejemplares. Si una persona hacía caso omiso de esto, y era descubierto, se le sometía a un proceso y podía ser condenado como hereje.
Quienes verificaban qué libros podía ser considerados prohibidos o no eran los calificadores, funcionarios pertenecientes al Tribunal de la Santa Inquisición. Solían ser especialistas en materia de doctrina religiosa, “y como a tales les estaba cometida la tarea de evaluar los contenidos de los escritos delatados y, además, de las declaraciones de los procesados”.[10] Durante la colonia estos personajes no llamaron mucho la atención, puesto que mantuvieron un perfil bajo y una actuación discreta, según Pedro Guibovich. Por ende, “no consta que se hubieran involucrado en sonados escándalos o luchas de poder”.[11]
En general durante la colonia el acceso que se tenía a los libros era muy limitado; no existían bibliotecas públicas y el libro como objeto en el mercado, resultaba oneroso para comprar. Solo unos cuantos mantuvieron en sus casas bibliotecas particulares. A pesar de todo, no se descarta la existencia de redes de préstamos e intercambios de libros, que pudo haber ampliado este acceso a la lectura, pero no hay investigaciones al respecto para el caso peruano.
[1] Juan Mata Anaya. ¿Apocalipsis o renacimiento?. p. 15
[2] Richard Kagan. Universidad y sociedad en la España moderna.
[3] Luis Eguiguren. Diccionario histórico cronológico de la pontificia universidad de San Marcos
[4] Carlos Daniel Valcarcel. San Marcos: Universidad Decana de América
[5] Carlos Alberto González. Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú, p.8
[6] Información amablemente proporcionada por la historiadora Berta Ares de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. El inventario en cuestión se halla en la Biblioteca Nacional del Perú.
[7] Guillermo Lohmann Villena. Amarilis Indiana. Identificación y semblanza.
[8] Carlos Alberto González. Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú, p. 2
[9] Estos dos inventarios son analizados por González en Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú.
[10] Pedro Guibovich. Custodios de la ortodoxia: los calificadores de la Inquisición de Lima, 1570-1754, p. 213
[11] ídem.
Un poco de Historia Colonial.-
La historia del libro no puede entenderse como el trayecto histórico de las formas que fue adoptando (del papiro al pergamino, y así sucesivamente hasta llegar al papel, tal cual lo conocemos), sino como el trayecto de los procesos sociales que fue generando y en los que se fue insertando. He ahí donde encontraremos el verdadero significado del libro.
No debemos olvidar que el libro se compone de palabras –símbolos– las cuáles necesitan ser interpretadas, para lo que en la actualidad existen ciertas normas, dependiendo de la lengua y el lugar. El desciframiento de tales significantes, es el acto mismo de la lectura; aunque no es el único, puesto que también se le añade, la labor de la comprensión. Somos nosotros, los seres humanos, los que hemos creado toda aquella simbología, y detrás de cada uno de nosotros se encuentra todo un bagaje histórico y cultural que proporciona características propias a los procesos de desciframiento y comprensión; los cuales se han ido desenvolviendo por etapas, en la medida en que el hombre ha logrado perfeccionar el hábito de la lectura. No era de extrañar que en la antigüedad, San Agustín, se sorprendiera al observar a su maestro Ambrosio, leer sin pronunciar palabra alguna, manteniendo el silencio. Esto se debía a que la costumbre era otra; usualmente se leía en voz alta.[1]
La lectura y el libro encontraron en la invención de la imprenta una herramienta que les permitió alcanzar una mayor difusión, reservada en la edad media a los monasterios o centros de educación religiosa. Fue casi a mediados del siglo XV cuando Johannes Gutenberg concibió por primera vez la imprenta en su conjunto, y con ello motivó profundas transformaciones a nivel cultural y político en la Europa de entonces. La lectura y las letras que antes de la imprenta eran dominio de un pequeño y elitizado grupo de religiosos, se extendió por las capas medias de las distintas sociedades europeas, permitiendo así la formación de una burocracia estatal.
No es extraño entonces, que la invención de la imprenta sea considerada como una de las tres causas principales de la reforma educacional que tuvo lugar en la Europa del siglo XVI, de la cual España no estuvo exenta, que se caracterizó por el incremento del número de hombres “educados”. La difusión de los libros impresos, y la importancia que fue adquiriendo la naciente burocracia, implicó que con el tiempo la aristocracia se diera cuenta del valor de la educación como nuevo medio social para mantenerse cerca del poder económico y político, que había sido centralizado por el Rey. El poderío de los feudos, en desmedro del poder central y soberano del monarca, se fue disolviendo, y dentro de este proceso político, la burocracia jugó un importante rol, permitiendo así el surgimiento de las monarquías absolutistas. Por ello, se explica el interés que se tiene en la formación de los llamados hombres de letras, por parte de la monarquía. En España, por ejemplo, este esfuerzo no se limitó a la enseñanza de las primeras letras, sino a la formación de futuros funcionarios para la Corona, los cuales eran educados en las Universidades. En el lapso de 1474-1620 funcionaron 33 universidades en España.[2]
Con el tiempo, el saber leer y escribir simbolizaba estatus y poder, y muchos que se preciaban de hijodalgos, a pesar de ser analfabetos, se preocupaban en aprender a firmar su nombre. La posibilidad de seguir una carrera de letras o de teología en una universidad, permitía a mucho de los españoles continuar una carrera exitosa, o al menos provechosa, dentro del aparato Estatal. Se explica por eso el prematuro interés de los primeros conquistadores del Perú en fundar una Universidad. Según el cronista Calancha, Pizarro llegó a separar un solar destinado para una futura universidad en la fundación de Jauja, que iba a ser designada como la Capital del Virreinato del Perú.[3]
El primer intento serio para fundar una Universidad en Lima se da durante el segundo Capítulo de la Orden de los dominicos, el primero de julio 1548; ese día se decide aprobar por primera vez la fundación de una universidad. Pero el éxito se verá coronado un año después, cuando el cabildo de Lima decide nombrar dos procuradores para enviar a España con una serie de peticiones, entre las cuales se encontraba la propuesta para fundar una universidad. Estos dos procuradores fueron fray Tomás de San Martín, perteneciente a la orden de los dominicos, y el capitán Jerónimo de Aliaga. De esta manera, la universidad de la Ciudad de los Reyes, que posteriormente se denominaría mediante un sorteo como San Marcos (1574), fue fundada por Real Cédula fechada en Valladolid el 12 de mayo de 1551.[4] Solo pasaron 18 años desde el desembarco de los primeros conquistadores en Tumbes, y el Perú ya contaba con una Universidad.
Pero la práctica de la lectura no solo se restringía al ámbito de las universidades o Colegios Mayores, ni tampoco en el Perú la educación se limitaba a aquellas personas con ambición de poder o estatus económico alto. La lectura también era una actividad placentera y como tal, durante la colonia, se disfrutaba de leer novelas de caballería, novelas picarescas, romances, tratados de historia y hagiografías, siendo los dos últimos rubros colindantes con la ficción y la literatura, puesto que tanto los tratados de historia como las descripciones de la vida de los santos, eran presentadas como narraciones a semejanza de una novela.[5] Un caso muy interesante puede observarse en el inventario de bienes que hizo en 1574 Elena de Rojas, mestiza nacida en Nicaragua y mujer de uno de los más importantes conquistadores del Perú, Francisco de Cárdenas: entre sus pertenencias personales, aparte del ajuar, se encontraron varios libros –uno de ellos en latín- entre los que destacaba La Odisea de Homero.[6] Todo hace pensar que estos libros eran objetos de uso personal de Elena de Rojas, quien al parecer no solo sabía leer, sino que también disfrutaba mucho de la lectura. Este no es el único caso de una mujer durante la colonia con amplio disfrute y ejercicio de las letras, basta recordar el caso de la poetisa huanuqueña María de Rojas y Garay, conocida como Amarilis.[7]
A pesar de estos dos bellos ejemplos, es imposible asegurar que la práctica de la lectura haya estado difundida plenamente en el estado colonial peruano, y que no haya tenido severas restricciones. El libro era un objeto de lucro y de lujo: esto se evidencia en la importancia que tenía la venta de libros dentro del rubro comercial entre España y América; y en los costos de los libros, los cuales eran altos por los gastos que se tenían que hacer para transportarlos desde el “viejo mundo”. Los mercaderes que los comercializaban, de manera exclusiva y en grandes cantidades, debían de tener cierta experiencia y preparación intelectual; lo que no elimina la existencia de los tratantes, o pequeños comerciantes, que ofertaban libros de rezo y literatura de cordel.[8] En dos inventarios de dos españoles dedicados a la venta de libros, que datan del primer tercio del siglo XVII, se puede constatar la importancia de este rubro de negocios: Pedro Durango de Espinosa contaba con 1 197 libros, entre los que se encontraban la Crónica del Rey don Pedro, La Campaña de Roma, Historia de los Reyes Godos (entre los tratados de historia), Florisel de Niquea, Palmerín de Oliva, Amadís de Gaula (entre los muchos libros de caballería); así también, Cristóbal Hernández Galeas tenía 1 763 libros, de los cuales destacaban Soliloquios e Isidro de Lope de Vega, Viaje al Parnaso de Cervantes, y Enchiridion de Erasmo de Rotterdam. En ambos casos, el número de libros inventariados es alto.[9]
Además es importante resaltar que, durante la colonia el libro estuvo sometido a constantes restricciones por parte de la Iglesia, quien por intermedio de la Inquisición evaluaba el contenido de las diversas obras que se publicaban, así como su distribución. De pasar un título al índice de libros prohibidos se prohibía su distribución y lectura, y se mandaba a quemar todos sus ejemplares. Si una persona hacía caso omiso de esto, y era descubierto, se le sometía a un proceso y podía ser condenado como hereje.
Quienes verificaban qué libros podía ser considerados prohibidos o no eran los calificadores, funcionarios pertenecientes al Tribunal de la Santa Inquisición. Solían ser especialistas en materia de doctrina religiosa, “y como a tales les estaba cometida la tarea de evaluar los contenidos de los escritos delatados y, además, de las declaraciones de los procesados”.[10] Durante la colonia estos personajes no llamaron mucho la atención, puesto que mantuvieron un perfil bajo y una actuación discreta, según Pedro Guibovich. Por ende, “no consta que se hubieran involucrado en sonados escándalos o luchas de poder”.[11]
En general durante la colonia el acceso que se tenía a los libros era muy limitado; no existían bibliotecas públicas y el libro como objeto en el mercado, resultaba oneroso para comprar. Solo unos cuantos mantuvieron en sus casas bibliotecas particulares. A pesar de todo, no se descarta la existencia de redes de préstamos e intercambios de libros, que pudo haber ampliado este acceso a la lectura, pero no hay investigaciones al respecto para el caso peruano.
[1] Juan Mata Anaya. ¿Apocalipsis o renacimiento?. p. 15
[2] Richard Kagan. Universidad y sociedad en la España moderna.
[3] Luis Eguiguren. Diccionario histórico cronológico de la pontificia universidad de San Marcos
[4] Carlos Daniel Valcarcel. San Marcos: Universidad Decana de América
[5] Carlos Alberto González. Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú, p.8
[6] Información amablemente proporcionada por la historiadora Berta Ares de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. El inventario en cuestión se halla en la Biblioteca Nacional del Perú.
[7] Guillermo Lohmann Villena. Amarilis Indiana. Identificación y semblanza.
[8] Carlos Alberto González. Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú, p. 2
[9] Estos dos inventarios son analizados por González en Emigrantes y comercio de libros en el Virreinato del Perú.
[10] Pedro Guibovich. Custodios de la ortodoxia: los calificadores de la Inquisición de Lima, 1570-1754, p. 213
[11] ídem.
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