Por: Jesús Cosamalón Aguilar (IRA-PUCP)
Ahora bien, en la historiografía peruana este esfuerzo de devolverle el rostro a los participantes de la historia es algo que se comenzó a hacer de manera sistemática hace ya algún tiempo. Por ejemplo, Alberto Flores Galindo, tituló “Rostros de la plebe” a uno de los capítulos de Aristocracia y plebe en Lima colonial, uno de los mejores libros publicados acerca de la ciudad de Lima a finales de la colonia.[1] En este capítulo, como en el resto del libro y su obra, Flores Galindo busca enfatizar la práctica de una historia que intente recuperar el rol de los sectores populares. La propuesta de Flores Galindo, va, como es conocido, más allá de solo un énfasis historiográfico, pero me interesa resaltar la importancia que puede tener, para un historiador, el reconocer que los individuos, de los cuales encontramos muchas veces fragmentos inconexos en los documentos, son, ante todo, seres humanos y no citas destinadas a enriquecer nuestro conocimiento o hacer más amenos nuestros escritos. Para resaltar esta propuesta vale la pena rescatar un comentario crítico que Flores Galindo hizo para el célebre libro de Hernando de Soto, “El otro sendero.”[2] La propuesta del último autor gira en torno a reivindicar la actividad de los informales como constructores de un país nuevo, no solo como evasores del orden y generadores de problemas urbanos. Aunque en principio podamos simpatizar con esta propuesta, Flores Galindo agudamente señala que el principal defecto de ella reside en que el ser humano llamado “informal” termina, en el texto de De Soto, desdibujado, “no tienen nombres ni apellidos... son individuos no personas.”
De este modo, una de las primeras condiciones que desde la historia se puede aportar a la agenda de temas para la discusión es la necesidad de reconocer a los individuos que forman parte de nuestro pasado y nuestro presente como personas, con el debido respeto a su experiencia histórica. Parte de ese respeto pasa por la creación de una memoria colectiva frente a la cual las personas puedan reconocerse y contestar preguntas tales como ¿quiénes somos? o ¿por qué somos de esta manera? Solo así podremos saber hacia dónde vamos.
Esto significa, desde mi punto de vista, reconocer algunas cuestiones centrales. En el Informe, como sabemos, se señala en varias oportunidades que uno de los elementos más dramáticos que se encuentra en la violencia es la pérdida de dignidad de la persona, reflejada tanto en el trato que Sendero Luminoso como los representantes del Estado le daban a la persona. Una evidencia concreta de esto es el perfil de las víctimas que se puede reconstruir a partir de los datos proporcionados: quechua hablante, actividad agropecuaria, educación primaria y, preferentemente, de apellido Quispe o Huamán.
Si hiciéramos el experimento de dar a algunas personas estos datos y pedirles que dibujen el rostro, cuerpo y vestimenta de estas personas me imagino que los resultados serán previsibles. Sin duda reparar el daño personal hecho es imposible, pero los historiadores tenemos el deber de evitar que el discurso historiográfico repita esta actitud. Así, como ha señalado Fidel Tubino, en un interesante artículo,[3] las identidades colectivas se “estructuran sobre la base de la retención del pasado y la proyección al futuro... una identidad sin memoria es una identidad sin proyecto” (p.96.) Lo cual significa, como señala Tubino, que el proceso de recuperación de la memoria resulta imprescindible para devolverle la identidad y su dignidad a las personas. (p.98.) Por ello el acto de recuperar o construir una memoria histórica ante la cual nos reconozcamos debe ser una tarea fundamental de cara al futuro, condición necesaria para el establecimiento de una nueva relación entre el Estado, las instituciones y la sociedad civil, es decir, para la práctica política futura. Necesitamos todas las historias para que cada peruano se reconozca con dignidad en ella. Al menos en parte, esa debe ser nuestra función social.
II. Derroteros para una agenda historiográfica
Un aspecto que me interesa señalar es el esfuerzo que hizo la CVR en establecer que los años que van de 1980 al 2000 deben ser considerados en nuestra historia como un período con nombre y apellido propio: la era de la violencia. Podemos discutir la pertinencia del nombre, pero lo que está fuera de discusión es el hecho concreto que estos años se han ganado —de una manera trágica— un lugar en nuestra historia tal como lo tienen con nombre propio otras etapas, tales como la “República aristocrática” o la era del guano. Es de esperar que la labor posterior de los historiadores se encargue de otorgarle carta de ciudadanía a este período por medio de investigaciones que de manera puntual se encarguen de aclararnos diversos aspectos, pero la pertinencia del tema en cuanto a sus implicancias y efectos duraderos está fuera de discusión.
Este nuevo período de nuestra historia no va a sobrevivir de manera automática. Además, se puede correr el riesgo, como es notorio para otros momentos de nuestra historia, que los principales acontecimientos del proceso sean marcados por los hechos considerados “grandes”, usualmente actos políticos y militares. El riesgo de este discurso es que podría dejar de lado una de las “memorias” del período que, interpretando el sentir del Informe, dejaría fuera la experiencia histórica de un gran número de peruanos y peruanas (aunque cierto político les exija DNI) signados por el dolor, humillación y muerte a manos de Sendero o las fuerzas del orden. En ese sentido el Informe de la CVR cumple el objetivo de recordarnos que la historia como disciplina proveniente de las humanidades y, por lo tanto, preocupada en lo humano no solo en términos académicos sino en cuanto a las personas concretas, tiene la misión de ayudarnos a todos a comprender la historia desde lo que podríamos llamar “los zapatos del otro”. Por ejemplo, cuando el Informe intenta comparar qué resultados tendríamos en el Perú si es que la tasa de mortalidad por causa de la violencia en Ayacucho se hubiera extendido a todo nuestro territorio, hace el esfuerzo de señalarnos que una forma eficaz de comprender la gravedad de los hechos es situarse en el lugar del otro.
Casi es innecesario remarcar el valor que tiene esta perspectiva en nuestra sociedad. Si hay algo que está en el fondo de los hechos de las décadas de la violencia, es la incapacidad que teníamos (y tenemos) para ponernos en el lugar del otro, especialmente notorio en los actores fundamentales del conflicto, pero finalmente presente en todos los estratos de la sociedad peruana.
Otro aspecto importante para comprender la función social del historiador parte del reconocimiento de que la violencia acaecida adquirió los perfiles que nuestra sociedad contenía. Así, como si fuera un terremoto —de hecho fue un cataclismo social solo comparable a la época de la conquista, como Cecilia Méndez lo ha mencionado en una publicación— este dramático evento nos da la oportunidad de analizar los estratos socioculturales, económicos y políticos que han sostenido nuestra historia. En ese sentido, la era de la violencia tiene una profundidad histórica que hace imprescindible la labor de los especialistas. Para que estos hechos adquieran la dimensión que el Informe señala, fue necesario que se conjuguen tendencias históricas que emergieron, cual volcán, cuando la violencia se instaló entre nosotros.
Aquí se puede vincular este tema a dos aspectos que antes he señalado. La “idea crítica” que hace responsable a la dominación española de todos —o la mayoría— de nuestros males contemporáneos no se encuentra presente en el Informe de la CVR. Para algunos muy probablemente esto constituye un error pues las raíces coloniales de la dominación en sus expresiones de explotación y discriminación son más que evidentes. No estoy interesado en afirmar si esto es verdadero o falso. Me interesa sí reconocer que la opción —válida desde mi punto de vista— de centrarse en los últimos 50 años de nuestra historia para explicar los hechos también debería obligarnos a repensar el peso de nuestra historia colonial en el presente, sin negar la experiencia histórica de explotación y maltratos a los que fueron sometidas muchas de las comunidades indígenas andinas en el pasado. Así, de manera indirecta el Informe de la CVR en parte también debería contribuir a que elaboremos una nueva imagen de nuestro pasado colonial y de su influencia en el presente.
Otro reto importante que tenemos es cómo elaborar una historia de ese período sin que solo sea una imagen de lo dramático y del dolor que ocasionaron a pesar de que —dejo expresa constancia de ello— tiene que hacerse. Corremos el riesgo de que en el futuro quede solo memoria del dolor y de la desesperanza de esos años. Nuevamente repetiríamos la imagen negativa del siglo XIX en el XX y así tendríamos la reiteración de que en el Perú la historia no puede ser fuente de esperanza, dado que se han repetido nuestros fracasos constantemente. Además, no está eliminado el peligro de que la “ucronía” se instale nuevamente entre nosotros e interpretemos este período de nuestra historia como una nueva oportunidad perdida para salir de nuestra situación de atraso y postración social.
¿Cómo revertir esos peligros? Sería extremadamente presuntuoso pretender dar la receta que prevenga esta enfermedad. Solo me quedan intuiciones, que en el fondo —y por encima también— son tal vez la base fundamental de las humanidades y todo en tono más bien de autocrítica. En primer lugar, tenemos que reinterpretar la afirmación de que “toda historia es historia contemporánea”. Desde mi punto de vista, dado el contexto en que nos toca vivir, no podemos dejar que esta virtud de la historia quede entrelíneas en nuestros escritos, a modo de acertijo a ser resuelto por los lectores. Por el contrario, es responsabilidad social del historiador dejar constancia de qué manera su presente se encarna en la investigación que presenta.
De otro modo, “toda historia es historia contemporánea” corre el riesgo de ser interpretado como un acto de evasión de los problemas concretos del Perú actual. Y no quiero que pase lo que ya pasó. En segundo lugar —y esto es obviamente auto crítico—, la gravedad de los acontecimientos de las últimas décadas obliga a que los historiadores abordemos la historia contemporánea de manera mucho más activa de como lo hemos hecho hasta hoy. Si nos quejamos de que no se considera al historiador —generalmente— como un especialista en ciencias sociales y humanas, la culpa no es solo de otras disciplinas que se apropian de lo que creemos nuestro terreno, sino fundamentalmente de nuestra escasa capacidad de pelear —en el mejor sentido del término— en un diálogo interdisciplinario y defender la validez de nuestro aporte. Tal vez cuando el historiador logre instalar su campamento en medio de esa discusión, todos podamos sentir que nuestra función social de ser responsables de la memoria está más cerca de su cumplimiento.
En tercer y último lugar, la memoria de los peruanos también debe partir de la esperanza. La eliminación de la violencia política no solo fue posible por los hechos militares y policiales. Fue posible porque numerosos peruanos, muchos de ellos anónimos, creyeron que era posible mejorar el país sin recurrir a la masacre, el abuso o el autoritarismo. No se trata de mayorías o minorías, se trata de la necesaria reserva moral que debe tener un pueblo para todavía creer que se pueden cambiar las cosas. Y no es la única vez en nuestra historia que eso ocurre. No estaríamos aquí (por lo menos desde la conquista) sin las ganas de vivir y sobrevivir de miles de personas, que en medio de condiciones absolutamente injustas se las ingeniaron para mirar hacia delante tratando de sobrevivir ellos y sus familias. No es lo ideal, es cierto, pero la otra opción es desaparecer. Me parece que una función social de gran importancia que el historiador tiene es no dejar que ambas caras de la moneda se pierdan. Aunque no nos guste del todo, así como es la vida misma, el dolor y la muerte han estado presentes, pero junto con ellos la esperanza y la alegría. De nosotros, historiadores, depende que en ambas los peruanos del futuro tengan la oportunidad de reconocerse dignamente.
___________
[1] La ciudad sumergida. Aristocracia y Plebe en Lima colonial, 1760-1830. Lima: Horizonte, 1991.
[2] “Los caballos de los conquistadores otra vez (El otro sendero)”, pp.197-215, en Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo, 1988.
[3] Tubino, Fidel “La recuperación de las memorias colectivas en la construcción de las identidades”, pp. 77-105, en Hamann, Marita, Santiago López Maguiña, Gonzalo Portocarrero y Víctor Vich (eds.). Batallas por la memoria. Antagonismos de la promesa peruana. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003.
Ahora bien, en la historiografía peruana este esfuerzo de devolverle el rostro a los participantes de la historia es algo que se comenzó a hacer de manera sistemática hace ya algún tiempo. Por ejemplo, Alberto Flores Galindo, tituló “Rostros de la plebe” a uno de los capítulos de Aristocracia y plebe en Lima colonial, uno de los mejores libros publicados acerca de la ciudad de Lima a finales de la colonia.[1] En este capítulo, como en el resto del libro y su obra, Flores Galindo busca enfatizar la práctica de una historia que intente recuperar el rol de los sectores populares. La propuesta de Flores Galindo, va, como es conocido, más allá de solo un énfasis historiográfico, pero me interesa resaltar la importancia que puede tener, para un historiador, el reconocer que los individuos, de los cuales encontramos muchas veces fragmentos inconexos en los documentos, son, ante todo, seres humanos y no citas destinadas a enriquecer nuestro conocimiento o hacer más amenos nuestros escritos. Para resaltar esta propuesta vale la pena rescatar un comentario crítico que Flores Galindo hizo para el célebre libro de Hernando de Soto, “El otro sendero.”[2] La propuesta del último autor gira en torno a reivindicar la actividad de los informales como constructores de un país nuevo, no solo como evasores del orden y generadores de problemas urbanos. Aunque en principio podamos simpatizar con esta propuesta, Flores Galindo agudamente señala que el principal defecto de ella reside en que el ser humano llamado “informal” termina, en el texto de De Soto, desdibujado, “no tienen nombres ni apellidos... son individuos no personas.”
De este modo, una de las primeras condiciones que desde la historia se puede aportar a la agenda de temas para la discusión es la necesidad de reconocer a los individuos que forman parte de nuestro pasado y nuestro presente como personas, con el debido respeto a su experiencia histórica. Parte de ese respeto pasa por la creación de una memoria colectiva frente a la cual las personas puedan reconocerse y contestar preguntas tales como ¿quiénes somos? o ¿por qué somos de esta manera? Solo así podremos saber hacia dónde vamos.
Esto significa, desde mi punto de vista, reconocer algunas cuestiones centrales. En el Informe, como sabemos, se señala en varias oportunidades que uno de los elementos más dramáticos que se encuentra en la violencia es la pérdida de dignidad de la persona, reflejada tanto en el trato que Sendero Luminoso como los representantes del Estado le daban a la persona. Una evidencia concreta de esto es el perfil de las víctimas que se puede reconstruir a partir de los datos proporcionados: quechua hablante, actividad agropecuaria, educación primaria y, preferentemente, de apellido Quispe o Huamán.
Si hiciéramos el experimento de dar a algunas personas estos datos y pedirles que dibujen el rostro, cuerpo y vestimenta de estas personas me imagino que los resultados serán previsibles. Sin duda reparar el daño personal hecho es imposible, pero los historiadores tenemos el deber de evitar que el discurso historiográfico repita esta actitud. Así, como ha señalado Fidel Tubino, en un interesante artículo,[3] las identidades colectivas se “estructuran sobre la base de la retención del pasado y la proyección al futuro... una identidad sin memoria es una identidad sin proyecto” (p.96.) Lo cual significa, como señala Tubino, que el proceso de recuperación de la memoria resulta imprescindible para devolverle la identidad y su dignidad a las personas. (p.98.) Por ello el acto de recuperar o construir una memoria histórica ante la cual nos reconozcamos debe ser una tarea fundamental de cara al futuro, condición necesaria para el establecimiento de una nueva relación entre el Estado, las instituciones y la sociedad civil, es decir, para la práctica política futura. Necesitamos todas las historias para que cada peruano se reconozca con dignidad en ella. Al menos en parte, esa debe ser nuestra función social.
II. Derroteros para una agenda historiográfica
Un aspecto que me interesa señalar es el esfuerzo que hizo la CVR en establecer que los años que van de 1980 al 2000 deben ser considerados en nuestra historia como un período con nombre y apellido propio: la era de la violencia. Podemos discutir la pertinencia del nombre, pero lo que está fuera de discusión es el hecho concreto que estos años se han ganado —de una manera trágica— un lugar en nuestra historia tal como lo tienen con nombre propio otras etapas, tales como la “República aristocrática” o la era del guano. Es de esperar que la labor posterior de los historiadores se encargue de otorgarle carta de ciudadanía a este período por medio de investigaciones que de manera puntual se encarguen de aclararnos diversos aspectos, pero la pertinencia del tema en cuanto a sus implicancias y efectos duraderos está fuera de discusión.
Este nuevo período de nuestra historia no va a sobrevivir de manera automática. Además, se puede correr el riesgo, como es notorio para otros momentos de nuestra historia, que los principales acontecimientos del proceso sean marcados por los hechos considerados “grandes”, usualmente actos políticos y militares. El riesgo de este discurso es que podría dejar de lado una de las “memorias” del período que, interpretando el sentir del Informe, dejaría fuera la experiencia histórica de un gran número de peruanos y peruanas (aunque cierto político les exija DNI) signados por el dolor, humillación y muerte a manos de Sendero o las fuerzas del orden. En ese sentido el Informe de la CVR cumple el objetivo de recordarnos que la historia como disciplina proveniente de las humanidades y, por lo tanto, preocupada en lo humano no solo en términos académicos sino en cuanto a las personas concretas, tiene la misión de ayudarnos a todos a comprender la historia desde lo que podríamos llamar “los zapatos del otro”. Por ejemplo, cuando el Informe intenta comparar qué resultados tendríamos en el Perú si es que la tasa de mortalidad por causa de la violencia en Ayacucho se hubiera extendido a todo nuestro territorio, hace el esfuerzo de señalarnos que una forma eficaz de comprender la gravedad de los hechos es situarse en el lugar del otro.
Casi es innecesario remarcar el valor que tiene esta perspectiva en nuestra sociedad. Si hay algo que está en el fondo de los hechos de las décadas de la violencia, es la incapacidad que teníamos (y tenemos) para ponernos en el lugar del otro, especialmente notorio en los actores fundamentales del conflicto, pero finalmente presente en todos los estratos de la sociedad peruana.
Otro aspecto importante para comprender la función social del historiador parte del reconocimiento de que la violencia acaecida adquirió los perfiles que nuestra sociedad contenía. Así, como si fuera un terremoto —de hecho fue un cataclismo social solo comparable a la época de la conquista, como Cecilia Méndez lo ha mencionado en una publicación— este dramático evento nos da la oportunidad de analizar los estratos socioculturales, económicos y políticos que han sostenido nuestra historia. En ese sentido, la era de la violencia tiene una profundidad histórica que hace imprescindible la labor de los especialistas. Para que estos hechos adquieran la dimensión que el Informe señala, fue necesario que se conjuguen tendencias históricas que emergieron, cual volcán, cuando la violencia se instaló entre nosotros.
Aquí se puede vincular este tema a dos aspectos que antes he señalado. La “idea crítica” que hace responsable a la dominación española de todos —o la mayoría— de nuestros males contemporáneos no se encuentra presente en el Informe de la CVR. Para algunos muy probablemente esto constituye un error pues las raíces coloniales de la dominación en sus expresiones de explotación y discriminación son más que evidentes. No estoy interesado en afirmar si esto es verdadero o falso. Me interesa sí reconocer que la opción —válida desde mi punto de vista— de centrarse en los últimos 50 años de nuestra historia para explicar los hechos también debería obligarnos a repensar el peso de nuestra historia colonial en el presente, sin negar la experiencia histórica de explotación y maltratos a los que fueron sometidas muchas de las comunidades indígenas andinas en el pasado. Así, de manera indirecta el Informe de la CVR en parte también debería contribuir a que elaboremos una nueva imagen de nuestro pasado colonial y de su influencia en el presente.
Otro reto importante que tenemos es cómo elaborar una historia de ese período sin que solo sea una imagen de lo dramático y del dolor que ocasionaron a pesar de que —dejo expresa constancia de ello— tiene que hacerse. Corremos el riesgo de que en el futuro quede solo memoria del dolor y de la desesperanza de esos años. Nuevamente repetiríamos la imagen negativa del siglo XIX en el XX y así tendríamos la reiteración de que en el Perú la historia no puede ser fuente de esperanza, dado que se han repetido nuestros fracasos constantemente. Además, no está eliminado el peligro de que la “ucronía” se instale nuevamente entre nosotros e interpretemos este período de nuestra historia como una nueva oportunidad perdida para salir de nuestra situación de atraso y postración social.
¿Cómo revertir esos peligros? Sería extremadamente presuntuoso pretender dar la receta que prevenga esta enfermedad. Solo me quedan intuiciones, que en el fondo —y por encima también— son tal vez la base fundamental de las humanidades y todo en tono más bien de autocrítica. En primer lugar, tenemos que reinterpretar la afirmación de que “toda historia es historia contemporánea”. Desde mi punto de vista, dado el contexto en que nos toca vivir, no podemos dejar que esta virtud de la historia quede entrelíneas en nuestros escritos, a modo de acertijo a ser resuelto por los lectores. Por el contrario, es responsabilidad social del historiador dejar constancia de qué manera su presente se encarna en la investigación que presenta.
De otro modo, “toda historia es historia contemporánea” corre el riesgo de ser interpretado como un acto de evasión de los problemas concretos del Perú actual. Y no quiero que pase lo que ya pasó. En segundo lugar —y esto es obviamente auto crítico—, la gravedad de los acontecimientos de las últimas décadas obliga a que los historiadores abordemos la historia contemporánea de manera mucho más activa de como lo hemos hecho hasta hoy. Si nos quejamos de que no se considera al historiador —generalmente— como un especialista en ciencias sociales y humanas, la culpa no es solo de otras disciplinas que se apropian de lo que creemos nuestro terreno, sino fundamentalmente de nuestra escasa capacidad de pelear —en el mejor sentido del término— en un diálogo interdisciplinario y defender la validez de nuestro aporte. Tal vez cuando el historiador logre instalar su campamento en medio de esa discusión, todos podamos sentir que nuestra función social de ser responsables de la memoria está más cerca de su cumplimiento.
En tercer y último lugar, la memoria de los peruanos también debe partir de la esperanza. La eliminación de la violencia política no solo fue posible por los hechos militares y policiales. Fue posible porque numerosos peruanos, muchos de ellos anónimos, creyeron que era posible mejorar el país sin recurrir a la masacre, el abuso o el autoritarismo. No se trata de mayorías o minorías, se trata de la necesaria reserva moral que debe tener un pueblo para todavía creer que se pueden cambiar las cosas. Y no es la única vez en nuestra historia que eso ocurre. No estaríamos aquí (por lo menos desde la conquista) sin las ganas de vivir y sobrevivir de miles de personas, que en medio de condiciones absolutamente injustas se las ingeniaron para mirar hacia delante tratando de sobrevivir ellos y sus familias. No es lo ideal, es cierto, pero la otra opción es desaparecer. Me parece que una función social de gran importancia que el historiador tiene es no dejar que ambas caras de la moneda se pierdan. Aunque no nos guste del todo, así como es la vida misma, el dolor y la muerte han estado presentes, pero junto con ellos la esperanza y la alegría. De nosotros, historiadores, depende que en ambas los peruanos del futuro tengan la oportunidad de reconocerse dignamente.
___________
[1] La ciudad sumergida. Aristocracia y Plebe en Lima colonial, 1760-1830. Lima: Horizonte, 1991.
[2] “Los caballos de los conquistadores otra vez (El otro sendero)”, pp.197-215, en Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo, 1988.
[3] Tubino, Fidel “La recuperación de las memorias colectivas en la construcción de las identidades”, pp. 77-105, en Hamann, Marita, Santiago López Maguiña, Gonzalo Portocarrero y Víctor Vich (eds.). Batallas por la memoria. Antagonismos de la promesa peruana. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003.
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