Por otro lado no es una práctica frecuente que los historiadores reflexionemos acerca de la función que cumplimos en nuestra sociedad como responsables —aunque no los únicos— de la memoria de ella. Es evidente que el Informe obliga a un replanteamiento de la labor que debe cumplir un historiador y la responsabilidad social inherente a ella. No solo por la gravedad de los hechos puestos a la luz pública, sino porque el Informe comienza por cuestionar, como ya lo mencioné, la ubicación que cada uno tenía y tiene frente al problema, exigiendo, al mismo tiempo, la construcción de una nueva historia de cara al futuro.
I. La labor del historiador después del Informe
En el caso de la historia varios de los presupuestos básicos sobre los que hemos funcionado deben ser revaluados a la luz del Informe de la CVR. Algunas de las revisiones historiográficas más influyentes de los últimos años acerca de la historia en el Perú señalaron con acierto rasgos particulares del discurso histórico en el Perú. Así, Magdalena Chocano en 1987 señaló la existencia de lo que ella denominó la “ucronía” entre los historiadores destacados del siglo XX, entre ellos por ejemplo Jorge Basadre y Heraclio Bonilla. Este planteamiento indica que a pesar de las diferencias ideológicas, metodológicas y teóricas, un aspecto común entre estos intelectuales es la construcción de un discurso histórico acerca de los que no fuimos, no construimos o no somos. Por ello tanto Basadre como Bonilla insisten en comprender el Perú a partir de oportunidades perdidas o carencias de alguna clase social que, de haberse aprovechado o existido, hubieran cambiado nuestro destino histórico. Por otro lado Alberto Flores Galindo en 1988 continuó el debate agregando, a partir de las investigaciones de Gonzalo Portocarrero, la existencia de una “idea crítica” en la enseñanza de la historia escolar peruana, la cual remarcaba la responsabilidad de la dominación española en la situación actual del Perú, al mismo tiempo que mostraba una etapa republicana desesperanzadora, sucesión de fracasos e ineptitudes de sus elites y gobernantes que se cerraban dramáticamente con la Guerra del Pacífico.
Ambas posturas, no excluyentes entre sí, señalan lo que podríamos llamar el marco crítico en el cual los historiadores a principios del siglo XXI nos movemos. Parte de nuestra labor, la que nos ha permitido ganarnos un lugar entre las disciplinas académicas, consiste en elaborar un conocimiento acerca de nuestro pasado en términos de un lenguaje científico capaz de entrar en diálogo con el producido en otras áreas de las ciencias sociales, tanto a nivel local como a nivel internacional. Sin desconocer este aspecto, los historiadores intentamos elaborar un discurso histórico que intenta rescatar y articular las diversas experiencias históricas que han formado nuestro presente. En ese sentido, como se ha señalado en muchos sitios y en aulas universitarias especialmente, citando una conocida frase de Benedetto Croce, “toda historia es historia contemporánea”.
Sin duda, como muchos se han encargado de señalar, ningún historiador es capaz de despojarse de su carga contemporánea de problemas o prejuicios, y su investigación, como todo producto humano, tiene tanto el sello personal como social de su época. Sin embargo, la época en la cual nos toca vivir y los hechos que han conformado nuestro presente hacen necesario un replanteamiento del sentido y exigencia que esta afirmación trae a los historiadores en particular. La pregunta que emerge de aquí es: ¿cómo elaborar un discurso historiográfico que intente reflejar lo que hemos sido y somos (aunque no siempre esto nos guste mucho), sin caer en la desesperanza, la ucronía o la evasión?
Aquí es donde evidentemente entra la función social del historiador peruano. Todos reconocen que el discurso histórico no es solo una narrativa neutra acerca del pasado, donde la objetividad reside en mostrar lo que ocurrió realmente. Toda elaboración historiográfica comienza por reconocer algo que merece la pena ser historizado e incorporado a la memoria histórica de los peruanos. Ya en esta elección hay un sesgo personal que depende de factores no necesariamente objetivos y que señalan las preferencias que el investigador tiene. La responsabilidad social que nos atañe en este caso proviene de los imperativos éticos que el Informe de la CVR plantea. En el “Prefacio”[1] de la Versión abreviada del Informe de la CVR, su ex presidente, Salomón Lerner, señala con acierto que “en un país como el nuestro, combatir contra el olvido es una forma poderosa de hacer justicia”.[2]
A nosotros, historiadores por formación y especialmente por vocación, en teoría especialistas en la memoria, nos toca, por lo tanto, una tarea que trasciende los límites del mundo académico. Elaborar conocimiento histórico no resulta únicamente una labor destinada al mundo de los intelectuales, sino una actividad que, para el caso peruano, responde a una necesidad urgente de la propia sociedad. Especialmente porque, como hemos señalado, la construcción de una memoria colectiva, en la cual la historia tiene un rol importante, pero no exclusivo, es un imperativo ético.
La propia CVR reconoce este rol pues, en las recomendaciones señaladas para una efectiva reconciliación entre los peruanos, se sostiene que esta consiste, primordialmente, en un “proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos”.[3] Dentro de este proceso la dimensión política es trascendental, dado que se trata de “una reconciliación entre el Estado, la sociedad y los partidos políticos”. Asimismo, se señala que esta acción debe ser:
en primer lugar, multiétnica, pluricultural, multilingüe y multiconfesional, de manera que responda a una justa valoración de la diversidad étnica, lingüística, cultural y religiosa del Perú. En segundo lugar, debe conducir a una integración de la población rural por parte del Estado. En tercer lugar, debe dar un lugar a la memoria histórica entendida como una reconstrucción colectiva de personas que se reconocen y se saben corresponsales. En cuarto lugar, debe estar abocada a la revaloración de las mujeres mediante el reconocimiento de sus derechos y de su participación plena y equitativa en la vida ciudadana. Y en quinto lugar, debe dirigirse a la construcción de una ciudadanía, a la difusión de una cultura democrática y a una educación en valores.[4]
Cualquier práctica política debe comenzar por reconocer que en este país, como sabemos, se encuentran diversos problemas urgentes, pero para intentar resolverlos necesitamos construir una nación compuesta de personas reconocidas en su integridad como seres humanos y no solo de individuos que alimentan una estadística. Una de las personas entrevistadas por la CVR, Rebeca Ricardo, lo señalaba de la siguiente manera: “Ya no quiero que nos ayuden como asháninkas, sino como personas”. Los historiadores estudiamos a los seres humanos en el tiempo y, en general, como señalan los manuales y la práctica concreta de los historiadores, nada de lo humano debería estar ajeno a nuestro interés. Sin embargo, no siempre somos explícitamente conscientes de la importancia de esta afirmación.
En el Informe de la CVR se señala reiteradamente, con toda razón, que el dolor y sufrimiento de muchas de las víctimas (por parte de Sendero y de organismos estatales) no caló en la mayoría de la sociedad peruana porque su propia dignidad como seres humanos y ciudadanos no se encontraba asumida por la Nación en general. Es decir, nuestra imagen de país no estaba compuesta de seres humanos comparables o asimilables a nosotros mismos, sino por entes abstractos y desconocidos cuyos rostros se nos desdibujaban. Por ello mismo la CVR, reconociendo un imperativo moral y ético urgente respecto a este punto, decidió “escuchar y procesar las voces de todos los participantes”. En este caso en concreto, en cuanto a la comprensión de la violencia política, resulta no combatir contra el olvido intentar una reconstrucción de los hechos sin incluir el testimonio de las miles de víctimas y, más importante aún, sin el debido respeto a su verdad; dentro de la cual lo afectivo, como señala el Informe de la CVR, más que negarle objetividad permite comprender de manera más profunda lo ocurrido.
¿Qué implicancias tiene esto para el quehacer de un historiador en general? Pienso que en primer lugar, recordarnos —si bien no se ha olvidado completamente— que lo más importante en la labor de un historiador es recuperar la participación histórica de los seres humanos en la construcción de su realidad. Sean pobres, ricos, soldados o generales, todos han participado desde su propio lugar en la historia y lo que nos toca hacer, como científicos sociales, es interpretar el rol de cada uno de ellos. Es decir, devolverles el rostro a cada uno de los participantes de la historia.
[2] En el capítulo inicial del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, t. I, p.2, se señala que “la Comisión interpreta la voluntad del pueblo peruano de conocer su pasado como una consecuencia del principio fundamental de afirmar la dignidad de la vida humana y, por lo tanto, entiende la tarea que le ha sido asignada como un elemental acto de justicia y un paso necesario en el camino hacia una sociedad reconciliada.”
[3] Hatun Willakuy, p.411.
[4] Ibid.
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